Un relato de Jesús Relinque
El amigo y paisano Jesús Relinque ha querido empezar el año regalándonos este relato para el primer #VadeReto del 2023. Es un extraordinario honor para el Acervo, y especialmente para mí, contar con la presencia de este magnífico autor entre nuestros participantes. Creador de La Ciudad Oscura o los Goonies de Cádiz, entre otros. Tanto si os sentís viejos niños viejos, como si amáis la fantasía y el buen humor, os recomiendo su lectura.
Muchísimas gracias, Jesús.
Al lío. Aquí tenéis el relato:
LA SEÑAL
1
La comida se enfría en cada uno de los cuatro platos que adornan la mesa. Nadie la ha tocado. Nadie tiene hambre ya. Solo existe la caja. La caja y un relámpago de desconfianza por mirada.
—Y ahora, ¿qué?
Es el hombre mayor el que ha hablado. Parece nervioso. Sus manos no dejan de moverse. Se toca el pelo gris, la hirsuta barba, la nariz y luego regresa al cabello.
—Ahora la abrimos. ¡Anda que no! —contesta la joven de rojo. Extiende sus brazos hacia el centro de la mesa. El anhelo impulsa su movimiento. Nadie sabe a qué responde. Nadie excepto ella. Cuando está a punto de rozar la caja, una mano fuerte impide que se haga con el objeto.
—Ni de coña.
La voz resuena tan fuerte como la mano. Ambas pertenecen a una mujer que debe rozar los cincuenta. Tal vez los supere ya. El maquillaje vibra en su rostro hinchado. Desprende un aire artificial, como de cyborg con aspecto humano de novela de ciencia-ficción. Dice:
—No te conozco. Ni a ti ni a los otros dos. Pero ten por seguro que cuando digo algo, lo cumplo. Y estoy diciendo que la caja no se abre.
—Bien, bien, tranquilicémonos todos —el hombre barbudo trata de mediar entre la punzante confusión—. ¿Por qué no explicamos cada uno nuestras razones respecto a si abrir o no abrir la caja?
La joven de rojo resopla. Dice:
—No tengo que darle ninguna explicación a nadie. Simplemente necesito abrir esta caja. Es lo que hay. ¡Anda que no!
—Inténtalo, jovencita —ataja la mujer maquillada. Refuerza su amenaza empuñando su cuchillo de cortar la carne—. Yo de ti no me atrevería ni a tocarla.
El cuarto comensal no dice nada.
—Está bien —concede la joven de rojo—. Vamos a calmar los ánimos. Tal vez, de esa manera, sea más fácil llegar a un acuerdo.
—Gracias —dice el hombre de las barbas.
—No hay problema por mi parte —la mujer maquillada—. Yo solo tengo que decir que la caja debe permanecer intacta hasta que llegue la señal.
—Perdone, señora, ¿a qué señal se refiere?
—A la… señal. No sé. No tengo ni puñetera idea, maldita sea. Solo sé que, en algún momento, algo me hará saber que he logrado mi objetivo.
El hombre se rasca la barba con fruición. No para quieto. Es curioso que la persona más nerviosa de las cuatro sea la que trate de enfriar el ambiente.
—Bien, señora. ¿Y si le dijera que yo tampoco quiero abrir la caja?
—Pues bien por usted. Está en el bando de los ganadores.
—Espere. No he acabado. He dicho que no quiero abrirla, es cierto, pero eso es simplemente porque no me hace falta. Lo único que necesito es prenderle fuego directamente.
2
El hombre de las barbas rebusca en uno de sus bolsillos y saca un objeto. Lo pone sobre la mesa con delicadeza. Es un mechero. Dice:
—La caja es de cartón. No creo que cueste mucho trabajo conseguir que arda. En pocos minutos será un mero recuerdo y no habremos tenido que abrirla.
—No.
—No, ¿qué?
—Que no —insiste la mujer maquillada—. No me convence su argumentación. Mi objetivo es que la caja permanezca cerrada. Si arde, puede que se consuma primero por la parte de arriba. Y entonces, ¿qué? Puede que no gane. Puede que no llegue nunca la señal.
—Pero… ¿se puede saber a qué señal se refiere?
—A la señal de…
El cuarto comensal no dice nada.
La joven de rojo tampoco dice nada. La joven de rojo actúa. La joven de rojo aprovecha la discusión entre la mujer maquillada y el hombre de las barbas y se abalanza sobre la caja. La toma entre sus manos, sosteniéndola con gesto triunfal.
Y entonces ocurre.
—Se lo advertí.
El mantel de la mesa se tiñe de escarlata. El escarlata de los destellos de sangre. La sangre que proviene de la garganta de la joven de rojo. La joven de rojo acuchillada por la mujer del maquillaje recargado.
El cuarto comensal no dice nada.
—Dios mío, ¿qué demonios acaba de hacer?
—Cállese, señor. Usted venía con buenas intenciones y al final lo que ha demostrado es puro interés, como todos los demás. Y por su culpa me he despistado un momento y no me ha quedado más remedio que quitarme de en medio a la niña esta.
La niña, la joven de rojo, yace inmóvil en el suelo del salón. Un charco de sangre se extiende a su alrededor.
Quedan tres.
3
—Tiene razón, tiene razón. —El hombre de las barbas balbucea. Sabe que ha dado un paso en falso. También sabe que está a tiempo de reconducir la situación—. ¿Por qué no seguimos hablando? Retomemos la conversación en el punto en el que se quedó. Por favor, dígame, ¿a qué señal se refería?
El gesto de la mujer maquillada se convierte poco a poco en un cuadro surrealista. Aunque el salón tenga una temperatura agradable, está sudando como si fuera pleno agosto en Sevilla. Bebe un trago de agua. Suelta todo el aire por la nariz. Farfulla:
—A la señal del hijo de puta que me citó ayer aquí.
—Bien. Está bien, ¿ve? Podemos entendernos. Sabía que los tiros irían por ahí. Yo también fui citado aquí, como usted, como la pobre chica de rojo y como, supongo, nuestro compañero silencioso.
El cuarto comensal no dice nada.
—Bueno —prosigue el hombre barbudo—. El caso es que se me dieron instrucciones muy claras de que… En fin, que mi objetivo era destruir cierta caja de la que no necesitaba saber nada más. Simplemente eso.
—Por supuesto. —La mujer toma una servilleta blanca y la ensucia con los restos de su maquillaje. Ya no es un cyborg. Ahora es un trasunto de la Bruja del Oeste de El mago de Oz—. Pero ambos sabemos, a estas alturas, que todo esto no lo hacemos por mero divertimento, ¿verdad?
El hombre agacha la cabeza. Poco después, asiente con lentitud.
—Yo no sé qué le habrán prometido a usted, señor, pero sí sé lo que me han prometido a mí, y créame que voy a luchar por ello hasta las últimas consecuencias —La mujer vuelve a empuñar el cuchillo—. Ya lo ha visto.
—¿Me está amenazando?
—¿Usted que cree?
—Mire, le propongo algo. Seamos inteligentes. Como ya le he dicho, solo tengo que hacer que la caja arda. Y usted, con toda la razón del mundo, ha puesto el grito en el cielo, ya que, técnicamente, si la tapa se consume antes que la parte inferior, podría decirse que se ha abierto. Así que podría utilizar mi mechero para ir quemando poco a poco la caja excepto la tapa que la cubre. Tenemos agua. Podemos sofocar el fuego si se va de madre. Estoy seguro que, de esa manera, conseguiremos el objetivo tanto usted como yo. Y todos contentos. ¿No le parece?
La señora maquillada vuelve a beber. Ojalá tuviera a mano su abanico de los domingos. Le da vueltas a la cabeza sin dejar de empuñar el cuchillo manchado de sangre. Dice:
—Está bien. Lo haremos a su manera. Con una condición.
—¿Cuál?
La señora extiende el brazo y señala con la punta del cuchillo al cuarto comensal. Dice:
—Deshágase del mudo.
El cuarto comensal no dice nada.
—Pero, señora… Ni siquiera sabemos si su propio objetivo representa una amenaza para nosotros.
—Deshágase del mudo —repite—. O no hay trato y la caja se quedará intacta.
El hombre barbudo se levanta de la silla. Es alto. Corpulento. Bien vestido. Nada que ver con el comensal del que no saben nada.
—Señor… —dice el hombre barbudo—. No tiene porqué haber más muertes. Simplemente abra la puerta y márchese.
El cuarto comensal no dice nada. El cuarto comensal es calvo, achaparrado, con gafas de cristal grueso y una sonrisa de bruja que sella sus labios.
—Señor. Insisto. Hágame caso. Váyase y olvídese de esta mierda de juego.
El cuarto comensal no dice nada.
La mujer chasquea la lengua. Dice:
—Parece que sus dotes de convicción no están funcionando esta vez.
—Maldita sea. —El hombre de las barbas, en contraste con su calmado tono de voz, ha ido poniéndose más y más nervioso conforme ha avanzado el tiempo. Hasta que ocurre lo inevitable: alcanza el punto de no retorno—. El mudo de los cojones no va a impedir que me lleve la pasta. Tú lo has querido.
Y el cuarto comensal, por fin, dice algo:
—No debería darle la espalda a una desconocida.
4
El hombre de las barbas se detiene. La expresión de sorpresa salpica su rostro. Los ojos dilatados. La boca entreabierta. Siente la fría hoja del cuchillo en su cuello. Se lleva la mano al lugar en el que la mujer maquillada le ha apuñalado. Escucha una voz a su espalda:
—Imbécil. Es una caja de Amazon. De cartón del malo. En cuanto prendiera, se haría cenizas en un abrir y cerrar de ojos.
El hombre entra en shock y se desploma con estrépito.
La mujer no ha calculado nada bien la jugada. La corpulencia de su víctima es tan brutal que el cuerpo le aplasta al chocar contra el suelo. Hay sangre, pero no tanta como cabría esperar. La mujer manotea mientras nota que le falta el aire. Enarbola su cuchillo y lo clava una y otra vez en el mismo lugar. El hombre es una mole que le oprime los pulmones. Tose. Su garganta emite un ruido terrible. La mirada se le nubla. Hay algo que no le encaja. Cuando cae en la cuenta, es demasiado tarde. Las fuerzas le abandonan. El cuchillo cae al suelo con un tintineo metálico.
El cuarto comensal no dice nada. Alarga sus brazos para arrastrar la caja hacia su parte de la mesa. Finalmente, la destapa y mira en su interior.
Y en el interior no hay nada.
Antes de que pueda lamentarse por ello, nota una presión arrebatadora en la nuca que le estampa contra el interior de la caja. Un crujido rompe el silencio del salón. El cuarto comensal apenas puede ofrecer resistencia. Algo tira de él hacia arriba. Y de nuevo hacia la caja. Y de nuevo el terrible crujido. Logra conservar la consciencia hasta la cuarta repetición. Después de eso no hay nada más.
5
El hombre de las barbas tiene las manos ensangrentadas. Aún le tiemblan las piernas. Mientras contempla cómo arde la caja de Amazon, piensa que ha matado a dos personas. También piensa en el dinero que le han prometido. Tal vez pueda comprar unas vendas fuertes que tapen la boca a su conciencia, loca de ganas por gritar.
Mientras espera la señal, cae en la cuenta de algo. Se aproxima con pasos cortos al cuerpo inerte de la mujer maquillada. Entrecierra los párpados y localiza lo que buscaba. El cuchillo. En el momento en el que comprende lo que ha pasado, llega la señal.
6
La señal es la joven de rojo levantándose del suelo como una muerta viviente. De muerta no tiene nada. Se dirige al hombre de barbas con gesto risueño.
—Enhorabuena, sujeto 203. Ha sido usted el ganador del juego.
—¿Juego? ¿Cómo que juego? Hay dos personas… muertas. ¡Hay dos personas muertas aquí, coño!
—Eso ya lo veo. Y también veo que no ha sido muerte natural ni nada parecido, ¿verdad? —Mientras habla, la joven se acerca a la mesa, toma uno de los cuchillos y se lo clava en la palma de la mano sin consecuencias—. Eso sí, los cuchillos son inocentes. Tendría que ser muy persistente para matar a alguien con ellos.
—Hija de puta. Lo tenía todo planeado.
La joven se encoge de hombros. Dice:
—¡Anda que no! Así son los experimentos, sujeto 203.
—¿Sabe que le digo? —El hombre aprieta los dientes y se prepara para abalanzarse contra ella—. No quiero su puto dinero. Me las va a pagar.
Poco antes de que la alcance, el cerebro del hombre es atravesado por una certera bala. Segundos después, la joven saca una grabadora y comienza a recitar con voz mecánica:
—Experimento número 64. Eficiencia de resultados obtenidos: nueve sobre diez. Informe individual de sujetos. Sujeto 201: perfil defensivo, egoísta, calculador; no logró su objetivo. Sujeto 202: perfil espectador, pasivo, inteligente; no logró su objetivo. Sujeto 203: perfil destructivo, inestable, negociador. Logró su objetivo.