La Calabaza Rediviva

Especial Halloween 2022

Tres calabazas puestas sobre el suelo. Cada una de ellas tiene creada una cara típica de Halloween. En el suelo se ven hojas caídas y el fondo está desenfocado.
Imagen de Mayur Gadge en Pixabay.

Luigi se las veía muy felices. Después de su separación de Keira, por fin iba a poder celebrar su primer Halloween. Así que ese 31 de octubre, se levantó temprano, con energía, y se fue al mercado. Estaba dispuesto a comprar la calabaza más grande que viera.

Se pateó los casi 5.000 metros cuadrados de la gran superficie buscando a la protagonista de su fiesta. Fue rechazando unas por estar demasiado verdes, otras por ser muy pequeñas y otras porque no veía la forma de dibujarles la cara que tenía en mente.

Cuando parecía que su gozo se caía, definitivamente, a un pozo, vio como reclamo de unos ¿polvorones? —¡Pero si faltaban todavía dos meses para las Navidades!— una inmensa calabaza que, además, ya llevaba pintados dos grandísimos ojos y una boca. ¡Espeluznantes! No tendría ni que complicarse la vida con unas plantillas para poder confeccionar una cara más terrorífica.

El vendedor de la tienda no quería vendérsela. Él quería deshacerse de las cajas de polvorones que, según parecía, llevaban con él más tiempo que el delantal, un trapo ajado y descolorido con el dibujo del Naranjito. Así que entró en una cruenta batalla de regateos que terminó con una caja de hojaldrinas, una de alfajores y dos turrones de chocolate bajo sus brazos y, por supuesto, su grandísima calabaza. ¿Qué cómo consiguió salir de allí con tantos tiestos? ¡Lo siento, no hay foto!

De esta guisa llego a su casa. No contaremos sus maravillosas habilidades para abrir el portal sobre una sola pierna, aguantando una caja con la barbilla y la otra con una oreja. O como entró en el ascensor y los alfajores decidieron, ellos solitos, hacer puenting desde la caja hasta el suelo usando las cintas de celofán de su envoltura. Tampoco los malabarismos para llegar a su piso, abrir su puerta y derrumbarse, extenuado, cuan largo era, sobre el sofá. Digamos que cruzó su Rubicón y dejó claro rastro de tamaña empresa. Estaba claro que en la próxima junta de vecinos su nombre sería aclamado popularmente. ¡Qué fiesta!

Cuando se recuperó, quitó todo lo que había encima de la mesa camilla, recuerdo de su ex, y puso el calabazón encima. Se dirigió a la cocina y cogió el cuchillo más grande que tenía. Salió con cara de Jack el destripa-cucurbitáceas. Se acercó a la impasible hortaliza y, cuando se disponía a darle el primer cuchillazo, sonó el estentóreo y desmesurado bostezo del Gran Danés; negro como el pensamiento de un político; grande como la factura de la luz; en posición de loto, como un yogui reflexivo. Bueno, en realidad, estaba sentado, aburrido, como un vulgar perro, pero sus patas eran tan largas que se le caían por los lados y, además, dejaba visualizar su inmenso regalo para las perras vecinas. El animal parecía de mármol, siempre impávido y taciturno. No se alteraba ni por los petardos que se escuchaban en la calle. Dejaremos para otra ocasión las proezas de Luigi para sacarlo a la calle a pasear o hacer sus necesidades. Digamos solo, que en comparación, lo de Odiseo con Polifemo fue una ligera disputa familiar.

Obviando a su mascota, nuestro amigo del cuchillo se preparó para su festera misión. De un solo tajo consiguió cortarle la parte superior a la calabaza. A punto estuvo de llevarse por medio dos dedos de la mano con que la sujetaba. Menos mal que todavía estaba dotado de reflejos, porque si no, habría celebrado el Halloween en el ambulatorio de su barrio.

Con más ilusión que esmero, con más ímpetu que prudencia, con más lágrimas que jubileo, consiguió vaciar la obstinada verdura. Una hora y media de escarbar entre pulpa, semillas, unos hilachos que se le enredaban en las manos, tres orugas que se habían instalado de ocupas y el corazón de un gnomo que había hecho raíz con la parte interior del pedúnculo. ¡Por favor, Indiana Jones sufrió menos para entrar y salir del templo maldito!

Pero lo había conseguido. La calabaza estaba totalmente vacía. Si gritabas en su interior salía el eco y te daba dos tortazos, por escandaloso.

Luigi, ufano y satisfecho, se pegó un par de vueltas por el salón emulando a Rocky en su primera película. Hasta que tropezó con Laxio, (sí, así le había puesto la ex, su dueña, al animoso perruno), recogió su rodilla, un codo y dos dientes del suelo y se decidió a proseguir con su faena.

Fue a la cocina y volvió con un cuchillo, igual de afilado, pero más pequeño. Ahora dejaría salir sus dotes artísticas a lo Miguel Ángel, el escultor, no el actor de cine, aunque se le daba cierto parecido.

Dado que la calabaza ya tenía pintados los rasgos de un Jack Esqueleton de lo más terrorífico y guasón, esta vez le costó menos… Tiempo. Porque recordó, tarde, por qué siempre había suspendido sus clases de manualidades en el colegio. Al terminar, el salón parecía la trastienda de La Matanza de Texas, aunque el naranja impresionaba menos que el rojo. Recogió los inconmensurables restos de su inacabable actividad y las dos cajas de tiritas, con sus envoltorios, que había necesitado para enfundar casi todos sus dedos. Sus manos parecían las de un Tutankamón de saldo.

Se separó de la mesa y contempló su obra maestra.

Imagen de una calabaza a la que se le ha creado una cara terrorífica: Ojos y boca con dientes. Aparece iluminada desde dentro. El fondo está difuminado.
Imagen de Michael Bußmann en Pixabay.

—¡Jaaa, Jaa, Ja! —dijo, intentando imitar a su admirado Nicholson.

Ante el desaprobador bufido de Laxio, decidió enmudecer y culminar, de una vez por todas,  con su Jack-o’-Lantern.

Buscó por todas partes una gran vela para que alumbrara desde el interior de la calabaza y se dio cuenta de qué era lo que había olvidado comprar. Decidió pedírsela a la vecina, no le apetecía volver a bajar para comprarla. Además, le daba bastante miedo meterse de nuevo en el ascensor. La solícita vecina se la dio, no sin antes musitar un «pervertido satanista» que lo dejó dudando de sus intenciones.

De nuevo en su salón, colocó la vela en el interior de esa cabeza malévola, la encendió, le puso la tapa y apagó las luces del salón. Había tardado tanto en su obra maestra que se había hecho ya de noche. La imagen era horrorosamente terrorífica. Su maestra de pretecnología seguro que no le daba más de un seis, pero él se sentía de matrícula de honor.

Se fue de nuevo a la cocina, la habitación que más veces se complacía con sus visitas, y regresó con un vaso lleno con dos tacos de hielo y el güisqui que guardaba para las ocasiones especiales. Esta lo era. ¡Se merecía un buen premio!

Acercó una silla a la mesa y se sentó a contemplar con fervor y abundante babeo al nuevo inquilino de su casa. Al menos hasta que empezara a oler. Era lo mejor que había hecho en sus veinticinco años de vida. Bueno, si quitamos aquella vez que consiguió abrirle un tarro de mermelada a su abuela Tula; o el día que consiguió bajar la basura de casa de sus padres sin que su madre tuviera luego que limpiar todas las escaleras; o aquella noche en que había hecho gritar a Keira de un grandísimo org… Aunque… No estaba seguro de por qué gritó. Tal vez fuera porque lo hicieron en el pajar que contenía la aguja. De todas formas, no quería pensar en su ex.

Después de un par de güisquis y demasiado tiempo de contemplación, Luigi pensó que tal vez había sobrevalorado la experiencia halloweeniana. Se estaba quedando medio dormido —¿tal vez por su alocada ingesta?— e iba a abandonar su mística abstracción, cuando alguien dijo:

—¿Estás satisfecho con tu hazaña, Bernini?

Ni que decir tiene que del salto que dio terminó en el suelo, espatarrado y con lo que quedaba de güisqui desparramado sobre su pechera. Miró por todos lados buscando al ocurrente crítico artístico, pero no vio a nadie. Se incorporó muy despacio y encendió las luces. Nada, no había nadie. «Un güisqui demasiado bueno para mí», pensó. Decidió cambiar el líquido ambarino por agua y se pegó un buche que le llegó hasta el alma, por supuesto, yendo a la cocina.

Al regresar, decidió olvidar lo que había pasado. Todo el mundo escuchaba voces. Era algo bien conocido. Su padre las escuchaba, antes de lanzarse con el autobús que conducía por aquella empinada pendiente; su abuelo las escuchaba, antes de navegar contra los escollos de aquel mar embravecido; él las escuchaba, cada vez que intentaba pedirle un aumento de sueldo a su jefe y por eso daba media vuelta. Voces, voces. En todas las cabezas hay voces.

Decidió pasar de su amigo calabazón y se sentó en el sofá a leer un libro.

No pasó mucho tiempo cuando volvió a sonar la misma voz:

—¿Lo que te ha costado crearme y ahora me abandonas, como a un vulgar y zarrapastroso gato callejero?

El libro terminó en lo alto del aparador, del sobresalto, y el corazón tuvo que recogerlo del suelo. Le limpió un poco el polvo, de calabaza, y se lo volvió a incorporar al pecho. ¡Sus muelas! ¡Qué mierdas estaba pasando!

Se enfrentó a la calabaza y, con la voz espesa del güisqui, le espetó:

—¿Tú de qué vas Esqueleton de pacotilla? ¿Te crees una Naranjita parlanchina?

A lo que esta le respondió:

—Yo estaré anaranjado, pero a ti se te ve más pálido que a un caminante de Juego de Tronos.

Luigi empezó a pensar que el güisqui le había sentado fatal o se había quedado dormido y esto no era más que una tremenda y estúpida pesadilla. Se arrió un buen par de bofetadas y, manteniendo a duras penas el tipo, se enfrentó de nuevo a Naranjito.

—No eres más que un producto del alcohol adulterado y de mi intolerancia a la lactosa.

—Anda, date otro par de guantazos que todavía te queda una neurona —le respondió la verdura enardecida.

—¡Pero esto no puede ser posible! ¡Estoy discutiendo con una calabaza vacía! —gritó enajenado.

—¡Qué talento! ¡GUAU! —replicó el falso Jack. A lo que añadió— ¡Uy, se me escapó!

El guau había sonado como un auténtico ladrido. Así que Luigi se vio impulsado a mirar a su perro de mármol. Laxio lo estaba mirando con esos lánguidos ojos que suelen mostrar las mascotas cuando han cometido una travesura. Movió la boca y dijo:

—Se ha descubierto el pastel, ¿no?

—Laxio, ¿eres tú el que estaba hablando?

—Bueno, en mis ratos libros hago un curso de ventriloquía de hortalizas —gruñó.

—Un perro que habla. ¡Esto se me está yendo de las manos!

Cuando apareció un gato, también negrísimo, detrás de él y dijo:

—Estás más pasao que la chaqueta de Indiana Jones, chavalones.

Luigi empezó a escupir espuma por la boca. Estaba a punto de reventar.

—Se le ve a usted en unas condiciones insanas e inapropiadas. Si me lo permite —dijo, en su aparición estelar, una tortuga que acababa de salir de debajo de la mesa camilla.

Esa fue la guinda del pastel. La gota que desbordó la tolerancia de su cordura. Abrió la puerta de la casa, dando alaridos, y se precipitó hacia la calle, bajando por las escaleras, por supuesto.

Desde detrás de una de las cortinas que tapaban las ventanas, apareció una bellísima cotorra, cuyas plumas de colores refulgían a la luz de la luna. Castelar, la parlanchina mascota de Keira.

—Veis colegas como podíamos conseguir ver Pesadilla antes de Navidad en la tele sin la molesta presencia de este inútil —les dijo a sus compañeros animales con la misma voz que había usado para aterrorizar a Luigi.

—¡Guau! —dijo Laxio, el Gran Danés.

—¡Miau! —dijo el gato negro.

—¡! —No dijo la tortuga.

Y los tres se acomodaron en el sofá y disfrutaron del programa peliculero, después de que la cotorra encendiera y pusiera el canal de Terror, por supuesto.

P.D.: Cabecera creada a partir de las imágenes:
Cuervo y Luna de Alexa en Pixabay
Calabaza de Yuri en Pixabay

Un Samhain Accidentado

Por la carretera comarcal 512, un Citroën Berline del 63 casi no toca el asfalto. Lleva tal velocidad que desde su interior no se puede divisar el paisaje. Aunque es de noche, la luna del Samhain alumbra claramente los bordes de la carretera. Al volante va Juanbe Vido, casi no ve la carretera y conduce más por intuición que por certeza. A su lado, su mujer le habla y protesta, aunque él no la escucha:

—Cariño, has bebido demasiado. Ve, al menos, más despacio. ¡Vamos a tener un accidente!

—No te escucha mamá. Nunca te escucha —le dice su hijo desde el asiento trasero.

—Tranquilo cielo, enseguida llegaremos a casa —le responde con cariño su madre.

—No sé si tengo ganas de llegar a casa con él borracho.

Su padre no les hace caso y coge la botella que reposa junto el freno de mano, se la lleva a la boca y suelta brevemente el volante. Solo hace falta ese lapsus para que el coche se descontrole y empiece a culebrear por la calzada. Cuando Juanbe quiere recuperar el control ya no es posible. Todos gritan. El coche se sale de la carretera y, después de arrollar todos los arbustos y setos que se encuentra por delante, se empotra contra un árbol. El estruendo de la chatarra y los cristales estallando resquebrajan el silencio del bosque.

Al cabo de unos pocos segundos, la mujer sale con dificultad, la puerta del copiloto ha desaparecido. Cae al suelo y resopla. Se mira y comprueba que no tiene ni un rasguño. Sin esperar demasiado, se levanta y se dirige a la parte trasera, las puertas están desencajadas y abiertas, pero su hijo sigue dentro. Lo saca, lo deposita sobre el suelo terroso y, después de evaluarlo, comprueba que tampoco tiene ningún rasguño.

—Cariño, despierta. Estamos bien —le susurra cerca del oído al pequeño.

El chico parpadea y sonríe al ver la cara de su madre. Ella le devuelve la sonrisa y ambos se abrazan.

—Vamos, hijo. Tenemos que sacar a tu padre del coche.

—¿Por qué, mamá? Él no nos ayudaría a nosotros.

—Porque nosotros no somos como él, cariño.

Ambos se dirigen a la puerta delantera, aunque no consiguen abrirla. En el interior, el hombre se ha quedado trabado entre el volante y el sillón. Todavía respira, aunque con dificultad, y en su cara se pueden ver manchas de sangre. Tiene que haber chocado contra la luna delantera.

Ninguno de los dos intenta tocarlo, saben que no podrán sacarlo. Se miran y el pequeño, con cara seria y decidida, vuelve a decirle a su madre:

—Dejémoslo ahí, mamá. Es lo que él haría con nosotros.

—Ya te lo he dicho, hijo. Nosotros no somos como él. Tenemos que buscar ayuda.

—¿Pero dónde? Estamos en medio de un bosque.

—Si no comenzamos a caminar no encontraremos nada. Seguro que hay por aquí alguna casa. Cuando la encontremos, pediremos ayuda.

A regañadientes, el chico asiente. Se cogen de la mano y se adentran en el bosque.

Conforme caminan por entre la espesura los pájaros dejan de cantar. Los pequeños animales se esconden de su presencia y los aullidos, de animales más grandes, se escuchan en retirada.

Al cabo de unos minutos, el olor de la chimenea, y algo que se está asando en ella, les llega antes de divisar la casa. Corren siguiendo su olfato y llegan a un claro en dónde consiguen ver la hacienda. Esta, solitaria y casi en ruinas, los recibe en silencio.

—Mamá, me da miedo este sitio.

—Tranquilo cariño, seguro que quién vive ahí puede ayudarnos.

Con más convicción que valentía se dirigen hacia la puerta y, antes de que intenten llamar, esta se abre. Aparece un hombre de aspecto desaliñado, de casi dos metros de altura y bastante de ancho. Se sorprende al verlos, pero les sonríe. Le faltan muchos dientes y su cara les devuelve un gesto adusto y aterrador.

—Vaya, vaya. ¡A quiénes tenemos por aquí! ¿Qué puedo hacer por vosotros? —Su rostro se vuelve más terrorífico, si eso es siquiera posible.

—Disculpe señor, necesitamos ayuda —dice rápidamente la mujer, consiguiendo a duras penas que la voz no le tiemble. El pequeño no tarda en ocultarse detrás de ella.

—¿Ayuda? ¿Qué hacéis solos en este bosque? —ronronea, oteando los alrededores, por si ve aparecer a alguien más.

—Verá, señor. Volvíamos a casa en coche, pero hemos tenido un accidente. Mi marido conducía y se ha salido de la carretera. Ha chocado contra un árbol. Está muy malherido y no podemos sacarlo del coche. Necesita un médico urgente.

—¿Un médico? ¡¿Un médico?! ¡Estáis de suerte! Hace mucho que me retiré, pero un médico nunca deja de ser un médico.

—¡Oh, gracias al cielo! Entonces, ¿va a ayudarnos?

—Desde luego, el Doctor os ayudará. Guiadme hasta el coche.

Los tres se encaminan hasta el lugar del accidente y el hombretón, con sus grandes manazas, logra abrir la puerta sin dificultad. Destraba el cuerpo de Juanbe y lo coge en brazos, como si fuera un niño, llevándolo hasta la casa.

Al llegar a ella, lo deposita brevemente sobre una mesa, en la entrada, y se dirige hacia unas puertas, en el suelo, cerradas con un candado, que parecen acceder hacia un sótano o zulo. Las abre, produciendo un tremebundo chirrido, y vuelve a por el cuerpo del accidentado. Entra en el habitáculo, pero la mujer y el niño se quedan fuera. No se atreven a adentrarse en ese sitio tan oscuro y maloliente.

—Mamá, ¿crees que podrá salvarle la vida? —le dice el pequeño a su madre, mirándola con ojos llorosos.

—Eso espero, cariño.

—Pero no hubiera sido mejor que lo hubiéramos dejado morir. Si se salva volverá a hacernos daño.

—Tranquilo, cariño. Ya te he dicho que nosotros no podemos comportarnos como él. Tenemos que actuar como buenas personas. Estoy segura que ya no nos pegará más.

—¿Crees que después de ayudarlo cambiará?

—Esta vez estoy seguro, hijo mío.

Ya en el interior, Juanbe está sobre una gran camilla, bocarriba, amarrado. El Doctor le ha curado los cortes, arañazos y moratones superficiales y le ha cosido una herida que presentaba en el costado. Parece que tiene más magulladuras que lesiones importantes. De todas formas, no sabe si tiene alguna contusión interna. Despierta trastornado y desorientado.

—¿Dónde estoy? —musita sin ver todavía al médico —. ¿Qué ha pasado?

—¿Qué has tenido muchísima suerte, colega? —le habla su cuidador desde el fondo de la habitación.

—¿Quién… Quién es usted? —pregunta Juanbe sin atinar a ver a su interlocutor, a pesar de intentar contorsionarse buscándolo.

—¿Quién soy? Jejeje. Puedes llamarme, Doctor. Soy el que te acaba de curar, muchacho. Tienes que darles las gracias a tu mujer y a tu hijo. Si ellos no hubieran llegado hasta aquí, pidiendo ayuda, ahora estarías desangrándote en el coche.

—¿Mi… mujer… y mi… hijo?

—Sí, deben estar fuera esperando. Voy a salir un momento para traerlos aquí. Ya verás qué magnífica reunión vamos a formar.

—Pero… es imposible. Ellos no…

A Juanbe no le da tiempo de terminar de farfullar antes de que el hombre salga al exterior. Mientras, intenta soltarse de la camilla sin ninguna fortuna.

—¡Maldita sea! —regresa el médico malhumorado y nervioso—. Han desaparecido. Se han largado. Creo que me tendré que contentar solo contigo, prenda.

—¿Largado? Pero, ellos… ¡Eso es imposible!

—Pues me han privado de una gran fiesta, chico.

Juanbe no entiende nada, pero su vista se está aclarando y consigue ver todas las herramientas que cuelgan de las paredes. Todas tienen una apariencia tenebrosa. Sierras, martillos, tenazas, docenas de cuchillos de todos los tamaños y formas. Además, parecen sucias. Llenas de pintura rojiza o… en realidad… es sangre.

—Escuche, señor. Ya me encuentro mejor, creo que puedo ir andando hasta un hospital.

—¿Andando? ¿Hasta un hospital? —La risa del hombre retumba en cada pared y le hiela el corazón a Juanbe—. ¿Te crees que voy a dejar que te escapes, como tu mujer y tu hijo? Aunque… Quizás regresen más tarde.

—¡¡Ya le he dicho que eso es imposible!! —grita desesperado.

—¿Imposible? ¿Por qué?

—¡¡¡Porque están muertos!!! ¡¡¡Yo los maté!!!

En ese instante, en la cabecera de la camilla aparecen su mujer y su hijo, etéreos y brillantes, uno a cada lado. Ambos sonríen, se miran y asienten con complicidad. Ella le acaricia la frente y le susurra, saboreando cada palabra:

—Tranquilo, amorcito. Ahora sabrás lo que es ser maltratado.

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Nota.- Imagen de la cabecera de J.W Vein en Pixabay.