Las olas del mar le acarician los pies. Él ríe porque le hacen cosquillas. Juguetea un rato con la espuma, sentado sobre la arena, mientras observa la inmensidad del océano y la tranquilidad que le rodea. Se siente el amo del mundo, allí solo, y disfruta del viento que le zarandea el flequillo. ¿Se puede ser feliz en esta situación? ¡Claro que sí! Él lo es. Tal vez siga aturdido todavía, pero disfruta de su comunión con la naturaleza.
A unos metros, ve como un cangrejo, descarado y desinhibido, sale de su escondrijo y ladeando va en busca de alguna lapa o camarón que llevarse a la boca. Queda sorprendido por sus raros andares y las grandes pinzas que le sirven de manos. No se lo piensa y le sigue los pasos intrigado.
No puede hablar, tiene la boca pastosa y torpe, pero sus gestos expresan, perfectamente, su emoción. No puede casi andar, pero a gatas, escala cada roca, cada saliente del espigón. El cangrejo se da cuenta de su presencia y huye raudo del que cree su enemigo. Él ríe a carcajadas. Todo le resulta sorpresivo y divertido.
Cuando consigue llegar a la cima de su falso Parnaso hace malabarismos para erguirse. El peso de su culo y de su cabeza le confieren cierta armonía y le ayudan a equilibrarse. Despacio y con perseverancia, lo consigue y, en su extraña verborrea, celebra su proeza. Ríe y agita los brazos llenos de felicidad.
El inmenso mar le rodea y sus rompientes parecen aplausos por su gesta. Las escandalosas gaviotas sueltan alborotadas carcajadas y hasta cree ver algún pez saludándolo desde las aguas.
Sin embargo, poco le dura la celebración y el tranquilo misticismo del momento.
A escasos metros aparece una pareja, ella gritando histérica, él farfullando sin respiración.
—¡Lamarequeteparió, Robinson!, que soy yo. ¡Llevo una hora, desesperada, buscándote! —grita ella.
—En realidad, solo han sido unos minutos. El tiempo que lo he perdido de vista —resuella él.
—¡Claro! Tú qué vas a decir. Se te van los ojos tras los tangas y no te das cuenta ni de la escapada de tu niño.
—Baba, sugu, yanyo —exclama el pequeñajo náufrago.
—¿¡Qué estabas jugando!? ¡Maravilloso! Pero un día de estos me matas de un disgusto —le reprocha su madre, aunque no puede resistirse a darle un achuchón—. ¡Ay, mi bebito! —exclama dirigiéndose al niño—. ¡Ay, qué cruz! —impreca mirando a su marido.
Mientras ambos se vuelven camino de la sombrilla, él trastabillando porque además de buenos ojos también tiene buen saque, el pequeño vuelve su cabeza hacia su «isla» y balbucea:
—Guta, lala, chucho —Que traducido resulta, cuando sea mayor me voy a embarcar en mi propia aventura.
Relato propuesto para el VadeReto de este mes:
Crea una historia relacionada con el tema los Náufragos.
P.D.: Cabecera creada a partir de la Imagen de David Mark en Pixabay.